Entra lentamente en la habitación, con pasos medidos y silenciosos, como un soldado que sabe que cualquier movimiento en falso puede desatar una cadena irreversible. Amara está sentada en un rincón, casi fundida con las sombras. Su cuerpo parece un cascarón vacío, una silueta desprovista de vida, sin luz ni resistencia. Sus ojos, antes fieros y desafiantes, ahora se apagan bajo un velo opaco.
Cristóbal la observa un instante más. Sabe que si la toca, si la abraza, si intenta rozar sus labios con un beso, ese frágil equilibrio se rompería. Podría ser el fin de todo–Amara, tomá esto– le da la orden con voz firme pero sin perder la mesura. –Debes tragar está pastilla ahora mismo– Le explica, y sin dudar, agarra su mano con fuerza, transmitiéndole un ínfimo pero vital contacto, como un enlace que intenta mantenerla aferrada a una realidad que se desvanece.
Ella lo mira, con ojos incendiados por la rabia y la desesperación. –¿Por qué? –escupe, con la voz cargada de resentimiento. – ¿Ac