La madrugada cae pesada sobre la ciudad. Las calles, desiertas y dormidas, parecen contener el aliento mientras el auto negro avanza con sigilo por avenidas sin testigos. Dentro, el silencio es espeso, apenas interrumpido por el zumbido del motor y alguna que otra respiración contenida.
Amara va en el asiento del medio, entre Lucas y Cristóbal. Su cuerpo se tambalea ligeramente, dopado hasta los huesos. Los párpados le pesan, pero algo –un instinto antiguo, visceral– se resiste a rendirse. Tiene la boca seca, la cabeza le late con fuerza, y todo se le mueve como un mal sueño. Pero escucha. Piensa. Espera.
Adelante, Úrsula va al volante, con la mandíbula tensa y los ojos fijos en la ruta. Kate va en el asiento del acompañante, girando la cabeza cada tanto para asegurarse de que todo siga bajo control.
–¿Cuánto falta? –pregunta Lucas con impaciencia, tamborileando los dedos contra el marco de la ventana. Su mirada salta de un lado a otro como si esperara que algo los siguiera en la o