En el living, Amara está sentada en el suelo, con la espalda apoyada en el sillón, mirando a Lucero jugar con un puñado de juguetes que trajeron a toda velocidad en una mochila: una muñeca despeinada, un autito sin una rueda, un peluche gastado y un bloque de construcción que no encaja con nada, pero que la niña insiste en sumar a cualquier historia.
Lucero habla sola mientras hace que la muñeca conduzca el auto y el peluche sea un perro guardián que ladra cada vez que alguien se acerca. Amara la observa en silencio, con una mano acariciándose inconscientemente el vientre, sintiendo los latidos de su propio corazón mezclarse con la respiración tranquila de la niña.
Hay algo en esa escena que la desarma: esa capacidad que tienen los chicos de transformar cualquier espacio, por más hostil o precario que sea, en un pequeño refugio propio, en un escenario de juego donde todavía se cuela la ilusión. Aunque la casa esté rodeada de cámaras y alambrados, aunque afuera haya una guerra fría a