Horas después
La noche termina de caer. La casa se apaga de a poco: una luz del cuarto de Lucero, otra en el pasillo, la del baño que se enciende y se apaga, la de la cocina que queda en penumbra. Afuera, el campo es una masa homogénea de oscuridad, apenas señalada por las luces de las cámaras de seguridad y algún reflejo lejano.
Amara sale al pequeño porche de adelante con una taza de té entre las manos. Necesita aire, aunque el aire de la noche traiga frío. Respira profundo, abraza con un brazo su propio cuerpo y mira hacia el cielo sin estrellas. Piensa en Carlos, en Kate, en la explosión, en Carlota en la cama del hospital, en todo lo que quedó atrás y en lo poco que hay adelante que no sea incertidumbre.
Escucha pasos detrás. No son los de Liam. No son los de Cristóbal. No son los de una niña corriendo. Son pasos más medidos, más cautelosos y con miedo se da vuelta.
Ayslin está en la puerta, envuelta en una manta, con el pelo suelto y el rostro serio. –¿Puedo? –pregunta, seña