Por otro lado, mientras su compañero permanece en la sala de espera, vigilante como una sombra que no parpadea, Kate se aleja sin hacer ruido. Sus pasos son firmes, sigilosos, casi felinos, y su mirada se clava en cada rincón del hospital como si pudiera detectar mentiras en el aire. No puede arriesgarse a que nadie descubra su objetivo antes de tiempo. Todo debe mantenerse bajo control. Todo.
Luego se aleja, fundiéndose entre los pasillos blancos con la discreción de una sombra entrenada, se desliza entre médicos con prisa y enfermeros que arrastran historias en camillas. Llega al final del pasillo donde la luz ya no es tan blanca, sino tenue y cansada. Allí está la doctora: sola, inclinada sobre una Tablet, con el ceño fruncido, el cabello recogido con precisión quirúrgica y ojos fríos como bisturís.
–Disculpe… ¿Puedo hablar con usted sobre la señorita que llegó hace unos minutos? –pregunta con una voz que, aunque cortés, no deja lugar a evasivas. La mira directo a los ojos, como