–No creo que hayas visto nada malo, Amara. Estás… estás imaginando cosas –dice Cristóbal, con voz apagada, intentando sonar firme, pero el temblor en su tono lo delata. Se pasa una mano por la cara, como si quisiera borrar con ella todo lo que acaba de escuchar, todo lo que teme que venga después.
Amara lo observa fija, inmóvil. Como una estatua tallada en hielo. Sus ojos, grandes y oscuros, están encendidos por una furia contenida que comienza a filtrarse por cada palabra que dice. –¿De verdad vas a decirme eso a mí? ¿A mí, Cristóbal? –pregunta, dando un paso hacia él. –Estaba ahí. Lo vi. No lo soñé. No lo imaginé. No fue una película, no fue mi mente jugándome una mala pasada. Fue real.
Cristóbal gira el rostro, evita su mirada. Siente que su garganta se cierra, que no puede respirar. Pero no puede dejar que esto crezca. No ahora.–Estás alterada. Te entiendo, has pasado por mucho, pero a veces la mente… confunde y el miedo distorsiona las cosas.
–¡Basta!– exclama furiosa. –Vi a u