Carlos le da la vuelta al departamento con pasos lentos, medidos, cruelmente tranquilos, como si cada objeto roto que pisa confirmara algo que siempre supo: su hija está hecha de fracturas que él mismo modeló. Los vidrios crujen bajo sus zapatos italianos, las fotos desgarradas de Liam y Kate se arrastran por el piso con el viento que entra desde el ventanal, y el olor a perfume caro mezclado con whisky rancio impregna el aire como un presagio.
Kate se seca la cara con el dorso de la mano, dejando una marca roja de lágrimas mezcladas con polvo y sangre. Avanza hacia él, casi suplicando, con los hombros encogidos y el rostro descompuesto.
–Escúchame bien, Carlos –dice, y su voz se quiebra como si hablara desde una herida abierta. – Si ella tiene a ese bebé… si ese niño nace… si Liam se queda con ella… yo… yo no sé qué voy a hacer. No sé cómo seguir respirando, cómo seguir existiendo si él… si él ya no me mira.
Carlos sonríe. Una sonrisa helada, una herida sin sangre.
Una sonrisa que e