El amanecer llega lento sobre la ciudad, un trazo naranja que rompe la línea del horizonte, como si el cielo se desgarrara desde adentro. El edificio Laveau despierta entre luces frías, guardias uniformados y un silencio tenso que parece impregnarse en las paredes. Algo late en el aire, algo pesado, anticipatorio, como si el mundo supiera que ese día no es un día cualquiera.
Amara está sentada en la mesa redonda del comedor privado del piso treinta y cuatro. Tiene una taza de té humeante entre las manos, pero no la bebe. Sus ojos están perdidos en el ventanal, donde las luces de la ciudad se apagan una por una. Viste un suéter blanco holgado, y su cabello, recién atado en un moño desenfadado, cae en mechones sueltos que rozan su cuello.
Liam la observa desde la entrada, apoyado en el marco de la puerta.
No dice nada.
No necesita hacerlo.
La noche anterior los dejó agotados. Entre la transmisión, la irrupción del encapuchado, el sobre negro marcado con “Ritmo”, y las horas que vinier