5

HELENA

Las lágrimas no dejaban de caer. Me había encerrado en mi habitación, en mi cama, abrazando una almohada mientras el mundo se desmoronaba a mi alrededor.

Dante Salazar. El hombre que había jurado protegerme era en realidad mi enemigo. Todo había sido una mentira elaborada: cada conversación, cada mirada, cada roce... ese beso.

Especialmente ese beso.

—Estúpida —me dije—. Estúpida, estúpida, estúpida.

Un ruido abajo me hizo incorporarme. Pasos. Varios. Demasiados.

Me quedé inmóvil, conteniendo la respiración.

La mansión estaba en silencio. ¿Dónde estaban los guardias? ¿Dónde estaba el personal?

Más pasos. Subiendo las escaleras.

El pánico me golpeó como una ola. Corrí hacia la puerta para cerrarla con llave, pero la perilla giró antes de que pudiera alcanzarla.

La puerta se abrió.

Tres hombres entraron. Vestidos de negro, con pasamontañas, armados.

Grité.

Uno de ellos me agarró, cubriéndome la boca con una mano enguantada.

—Silencio, señorita Martínez. O esto será mucho más doloroso de lo necesario.

Luché, pateé, mordí, pero eran más fuertes. Profesionales.

Me arrastraron hacia el pasillo. Vi cuerpos en el suelo. Los guardias. Inconscientes, sangrando.

Oh Dios. Oh Dios.

—¿Dónde está el guardaespaldas? —preguntó uno de ellos a través del comunicador.

—Fuera. Tal como planeamos.

—Perfecto. Sáquenla por la salida trasera. El vehículo espera.

Me llevaban escaleras abajo cuando escuché el sonido inconfundible de un auto frenando bruscamente afuera. Neumáticos chirriando. Puerta golpeando.

Y luego, su voz:

—¡HELENA!

Dante.

El hombre que me sujetaba maldijo.

—Cambio de planes. Háganlo ahora.

—¿Ahora? Pero las instrucciones...

—¡He dicho que ahora!

Sacó una pistola. La apuntó directamente a mi cabeza.

El tiempo se detuvo.

La puerta principal explotó.

Dante irrumpió como una tormenta, con un arma en cada mano. Sus ojos encontraron los míos por una fracción de segundo.

Y en ese momento, vi la verdad desnuda en su mirada: terror puro.

—Suéltenla —ordenó con voz mortal.

—Da un paso más y le vuelo los sesos —respondió mi captor, presionando el cañón contra mi sien.

Dante se detuvo, las manos aún apuntando.

—Tómenme a mí. Déjenla ir y hagan conmigo lo que quieran.

—Noble —se burló el hombre—. Pero no. Ella es el objetivo.

—¿Quién te contrató? —preguntó Dante—. ¿Fue el mismo que me contrató a mí?

—¿Tú? —el hombre rio—. Tú solo eras la distracción, idiota. Mientras jugabas a enamorarte, nosotros preparábamos el verdadero golpe.

Vi el músculo de la mandíbula de Dante tensarse.

—Última advertencia. Suéltenla.

—O qué, Salazar? Eres bueno, pero somos tres. Y ella estará muerta antes de que puedas...

Un disparo cortó sus palabras.

Pero no vino de Dante.

Vino de detrás de él.

Mi padre apareció en el umbral, aún con el vendaje hospitalario, sosteniendo un arma humeante. El hombre que me sujetaba cayó al suelo.

Todo fue caos después de eso.

Los otros dos hombres abrieron fuego. Dante me empujó detrás de un mueble, cubriéndome con su cuerpo mientras las balas volaban.

Mi padre buscó cobertura, disparando con precisión sorprendente para un hombre supuestamente herido.

—¡El de la izquierda! —gritó mi padre.

Dante rodó, disparando dos veces. El hombre cayó.

El último intentó huir, pero mi padre le cortó el paso. Se enzarzaron en combate cuerpo a cuerpo hasta que papá lo neutralizó con un golpe preciso.

Y entonces... silencio.

Solo nuestras respiraciones agitadas llenaban el aire.

Dante se giró hacia mí, revisándome frenéticamente.

—¿Estás herida? ¿Te dispararon? Helena, mírame...

—Estoy bien —susurré, aún en shock.

Mi padre caminó hacia nosotros, guardando su arma.

—Siempre supe que esto no había terminado —dijo—. Por eso salí del hospital.

—¿Sabías que vendrían? —pregunté, incrédula.

—Lo sospechaba. —Me ayudó a ponerme de pie—. Helena, hay cosas que necesitas saber. Sobre tu madre. Sobre lo que realmente pasó hace doce años.

—Primero necesitamos asegurar el perímetro —interrumpió Dante—. Podrían haber más.

—Ya vienen refuerzos —respondió papá, mostrando su teléfono—. Y la policía.

Me giré hacia Dante. Nuestras miradas se encontraron.

—Me mentiste —dije—. Sobre todo.

—Lo sé.

—Viniste aquí a destruirme.

—Sí.

—Pero volviste.

Algo se rompió en su expresión.

—Siempre iba a volver. Desde el momento en que te conocí, supe que volvería. Una y otra vez.

Mi padre carraspeó incómodo.

—Helena, sobre Salazar...

—Ya lo sé, papá —lo interrumpí, sin apartar mis ojos de Dante—. Sé quién es. Sé por qué vino. Y sé que me salvó la vida.

—Eso no lo exime de...

—No —concordé—. Pero es un comienzo.

Las sirenas comenzaron a escucharse en la distancia.

—Los tres necesitamos hablar —dijo mi padre finalmente—. Hay una verdad más grande detrás de todo esto. Una verdad que involucra a tu madre, a la familia Salazar, y a un secreto que he guardado durante doce años.

Miré a mi padre. Luego a Dante.

—¿Qué secreto?

Papá suspiró profundamente.

—Roberto Salazar no destruyó su propia empresa con inversiones fraudulentas. —Hizo una pausa—. Yo lo obligué a hacerlo. Porque descubrió algo que no debía descubrir.

—¿Qué descubrió? —preguntó Dante con voz peligrosamente tranquila.

Mi padre me miró con dolor en sus ojos.

—Que tu madre y yo... que Helena no es realmente mi hija biológica.

El mundo se detuvo.

—¿Qué? —susurré.

—Tu verdadero padre —continuó papá, su voz quebrándose— era Roberto Salazar.

Miré a Dante.

Él me miró a mí.

Y la verdad nos golpeó a ambos simultáneamente, terrible y perfecta:

No éramos enemigos.

Éramos hermanos.

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