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HELENA
El vestido de seda roja se deslizaba sobre mi piel como agua líquida. Un Valentino de doscientos mil euros que papá había elegido personalmente. "Perfecto para la heredera de los Martínez", había dicho con esa sonrisa calculada que reservaba para las cámaras.
Respiré hondo frente al espejo. La mujer que me devolvía la mirada parecía segura, sofisticada, inalcanzable. Nadie adivinaría que bajo ese maquillaje impecable, mi corazón latía como un animal enjaulado.
Abrí el cajón de mi tocador y extraje el sobre que había llegado esa mañana. El tercero esta semana. Lo abrí con dedos temblorosos: una fotografía mía saliendo de yoga, con una equis roja sobre mi rostro. Al reverso, las mismas palabras escalofriantes: "La sangre Martínez tiene deudas pendientes".
Se lo mostré a mi padre hace dos semanas. Se rio. "Eres la hija de uno de los hombres más ricos de España, Helena. Si me preocupara por cada amenaza que recibimos, no podría dirigir un imperio." Luego añadió con ese tono condescendiente que tanto odiaba: "Desde que tu madre murió estás viendo fantasmas en todas partes."
Tal vez tenía razón. O tal vez no.
El Gran Hotel Palace resplandecía bajo las luces de Madrid. Fotógrafos, celebridades y la élite empresarial española se congregaban para la Gala Anual Martínez. Una farsa perfectamente orquestada donde mi padre lavaba su imagen donando migajas mientras brindaba con los políticos que habían enterrado sus casos de corrupción.
—¡Helena, cariño! —La voz de papá resonó por encima del murmullo—. Ven, quiero presentarte a alguien.
Crucé el salón con mi sonrisa ensayada. Sentía las miradas sobre mí: admiración, envidia, y algunas que me inquietaban profundamente.
—Te presento a Javier Mendoza, nuestro nuevo socio en el proyecto de Dubái.
—Un placer conocerla al fin, señorita Martínez —respondió Mendoza, un hombre de unos cincuenta años cuyos ojos se demoraron demasiado en mi escote—. Su padre habla maravillas de usted.
—Mi padre exagera —respondí con una sonrisa helada—. Disculpen.
Me alejé hacia el baño, sintiendo que me faltaba el aire. En el pasillo desierto, me apoyé contra la pared, cerrando los ojos.
Cuando los abrí, no estaba sola.
Un hombre me observaba desde el extremo del pasillo. Alto, vestido completamente de negro, con un físico que delataba entrenamiento militar. No era uno de los invitados. Su postura alerta lo identificaba como seguridad. Pero no era uno de los nuestros.
Nuestras miradas se cruzaron. Sus ojos oscuros e impenetrables me estudiaban con una intensidad que me erizó la piel. No había en ellos la deferencia habitual de los empleados, ni el deseo mal disimulado de tantos hombres. Era algo más frío. Más peligroso.
Un camarero apareció a mi lado ofreciéndome champán. Cuando volví a mirar, el hombre había desaparecido.
La gala transcurría como siempre: discursos vacíos, aplausos programados, donaciones ostentosas. Yo interpretaba mi papel a la perfección, pero no podía quitarme la sensación de estar siendo vigilada. Varias veces creí ver al hombre del pasillo entre las sombras.
Estaba conversando con una empresaria italiana cuando lo vi: un hombre de aspecto común se acercaba a mí con demasiada determinación, su mano dentro de la chaqueta. Los guardias estaban distraídos, demasiado lejos.
El pánico me paralizó.
Entonces, como una sombra materializada, apareció él. El hombre del pasillo se interpuso entre mi potencial agresor y yo con un movimiento tan fluido que apenas pude seguirlo. No hubo forcejeo, no hubo escándalo. Solo un intercambio de palabras en voz baja, y el desconocido retrocedió, desapareciendo entre la multitud.
Mi salvador se giró hacia mí. De cerca, era aún más imponente. Mandíbula cuadrada, cicatriz casi imperceptible sobre la ceja izquierda, y esos ojos que parecían conocer todos mis secretos.
—¿Está bien, señorita Martínez? —Su voz era grave, controlada, con un ligero acento que no pude identificar.
—¿Quién eres? —pregunté, mi voz apenas tembló—. No trabajas para nosotros.
Una casi sonrisa curvó sus labios.
—Desde esta noche, sí. Dante Salazar, su nuevo jefe de seguridad personal.
—No he solicitado...
—Su padre lo ha arreglado todo. Y después de lo que acaba de ocurrir, entenderá por qué es necesario.
Antes de que pudiera responder, papá apareció a mi lado, visiblemente alterado.
—Helena, nos vamos. Ahora.
En el coche, papá me explicó brevemente que había contratado a Dante Salazar, ex militar con credenciales impecables, para protegerme "hasta que pase esta mala racha".
Cuando llegamos a casa, me encerré en mi habitación y me despojé del vestido y la máscara social. Bajo el agua caliente de la ducha, intenté procesar todo. ¿Quién era ese hombre que había aparecido justo cuando lo necesitaba? ¿Por qué papá, que había desestimado mis preocupaciones durante semanas, había contratado repentinamente a un guardaespaldas?
El sonido de una notificación interrumpió mis pensamientos.
Envuelta en una bata, me acerqué a mi portátil. Un correo nuevo, sin remitente identificable, con un archivo adjunto.
Con el corazón acelerado, lo abrí.
Era una fotografía. De mí. Dormida en mi cama. Tomada hace apenas una hora, mientras estaba en la gala.
Sobre la imagen, una sola palabra en rojo brillante:
"INFILTRADO"
Mi sangre se congeló. Miré frenéticamente hacia las ventanas cerradas, hacia la puerta con llave. ¿Cómo era posible? ¿Quién había entrado en mi habitación?
Y entonces, con una claridad aterradora, lo comprendí.
Alguien ya estaba dentro. Alguien con acceso total a mi vida.
Con manos temblorosas, marqué el único número que se me ocurrió. El teléfono sonó dos veces antes de que contestara.
—¿Señorita Martínez? —La voz grave de Dante Salazar sonó alerta—. ¿Qué ocurre?
—Necesito... —mi voz se quebró—. Necesito que vengas. Ahora.
Un silencio breve.
—Estoy en la puerta de tu habitación. Abre.
El miedo me recorrió como electricidad. Él no debería estar aquí. No en mi planta. No frente a mi puerta.
—¿Cómo sabías dónde...?
—Abre la puerta, Helena. O la tiro abajo.
Con las piernas temblorosas, caminé hacia la puerta. Mi mano se posó sobre el picaporte.
Y mientras lo giraba lentamente, una pregunta martilleaba en mi mente:
¿Estaba dejando entrar a mi salvador... o a mi peor pesadilla?







