Mundo de ficçãoIniciar sessãoHELENA
El gimnasio privado de la mansión olía a cuero y sudor. Llevaba una hora golpeando el saco bajo la supervisión de Dante, y cada músculo de mi cuerpo gritaba por un descanso.
—Otra vez —ordenó él, implacable—. Y esta vez, golpea como si tu vida dependiera de ello.
—Estoy golpeando lo suficientemente fuerte —protesté, limpiándome el sudor de la frente.
—No, no lo haces. Si alguien intentara atacarte, esos golpecitos no servirían de nada.
Su tono me irritó. Lancé un puñetazo con toda mi fuerza. El saco apenas se movió.
Dante suspiró, acercándose. Su cuerpo quedó tan cerca del mío que pude sentir su calor.
—Tu postura está mal —murmuró cerca de mi oído, sus manos posándose en mis caderas—. Gira desde aquí. El poder viene de las piernas.
Su contacto me quemaba a través de la ropa deportiva. Intenté concentrarme en el saco, pero solo podía pensar en sus dedos presionando mi piel, en su respiración contra mi nuca.
—Inténtalo ahora.
Esta vez, cuando golpeé, el saco se balanceó violentamente.
—Mejor —concedió, pero no se apartó—. Ahora, defensa personal. Necesitas saber cómo liberarte si alguien te atrapa.
Antes de que pudiera responder, me agarró por detrás, inmovilizando mis brazos. Su pecho presionaba contra mi espalda, sus brazos como acero a mi alrededor.
—¿Qué harías ahora? —susurró en mi oído.
Mi corazón latía desbocado. No era solo miedo. Era algo más oscuro y peligroso.
—Esto —respondí.
Pisé con fuerza su empeine. Cuando aflojó ligeramente, me giré y le di un codazo en las costillas. No con toda mi fuerza, pero suficiente para sorprenderlo.
Él reaccionó por instinto, agarrándome de nuevo y empujándome contra la pared. Su cuerpo entero me inmovilizó.
Nuestras respiraciones se entremezclaron, agitadas. Sus ojos, normalmente fríos, ardían con algo indescifrable. Estábamos tan cerca que podía contar sus pestañas.
—¿Dónde aprendiste eso? —preguntó con voz ronca.
—No soy la princesita indefensa que crees, Salazar.
Una sonrisa casi imperceptible curvó sus labios.
—Nunca pensé que fueras indefensa, Helena.
La forma en que pronunció mi nombre hizo que algo se retorciera en mi interior.
La puerta del gimnasio se abrió bruscamente.
—Señorita Martínez —Lucía, mi asistente, entró precipitadamente—. Tiene una llamada urgente.
Dante se apartó inmediatamente, recuperando su máscara profesional.
—¿Quién es? —pregunté, intentando calmar mi respiración acelerada.
—Un detective. Dice que es sobre el investigador privado que contrató.
Sentí que la sangre abandonaba mi rostro. Miré a Dante, cuya expresión se había vuelto indescifrable.
—Marcos —susurré—. ¿Qué hay de él?
La expresión de Lucía me dio la respuesta antes de que hablara.
—Lo siento mucho, señorita. El detective dice que... murió anoche. Aparentemente fue un robo que salió mal.
El mundo se inclinó bajo mis pies. Dante me sostuvo antes de que cayera.
—¿Marcos está muerto? —repetí, incapaz de procesar las palabras.
Hacía tres días le había pedido que investigara a Dante. Tres días y ahora estaba muerto.
Alcé la vista hacia el hombre que me sostenía. Sus ojos oscuros me devolvían la mirada, impenetrables.
—Lo siento —dijo, y sonó genuino.
Pero yo había visto suficientes mentiras en mi vida para reconocer una más.
—Necesito estar sola —dije, apartándome de él.
—Helena...
—He dicho que sola, Dante. Por favor.
Vi algo similar al dolor cruzar su rostro, pero desapareció tan rápido que pude haberlo imaginado.
Cuando salió, me desplomé en el suelo del gimnasio, abrazando mis rodillas.
Marcos había estado investigando a Dante. Y ahora Marcos estaba muerto.
La coincidencia era demasiado perfecta.
Esa noche no pude dormir. A las tres de la madrugada, bajé a la cocina por agua. La mansión estaba en silencio, solo iluminada por las luces de emergencia.
Encontré a Dante en el salón, de pie frente a las ventanas panorámicas, contemplando la ciudad nocturna.
—Deberías estar durmiendo —dijo sin volverse.
—No puedo. —Me acerqué, manteniendo distancia—. ¿Lo mataste tú?
Se giró lentamente. En la penumbra, su rostro era una máscara de sombras.
—¿De verdad crees que soy capaz de eso?
—No lo sé. Ya no sé qué creer.
Dante dio un paso hacia mí. Luego otro. Hasta que el espacio entre nosotros se redujo a nada.
—Pregúntame lo que realmente quieres saber, Helena.
—¿Por qué? —susurré—. Si estás aquí para hacerme daño, ¿por qué no lo has hecho ya?
Su mandíbula se tensó. Por un momento, pensé que no respondería.
Entonces, hizo algo inesperado.
Tomó mi mano y la colocó sobre su pecho, justo sobre su corazón. Latía tan rápido como el mío.
—Porque esto —dijo con voz ronca— no estaba en el plan.
Antes de que pudiera procesar sus palabras, su boca capturó la mía.
El beso fue desesperado, hambriento, como si ambos hubiéramos estado conteniéndonos durante demasiado tiempo. Sus manos se hundieron en mi cabello, atrayéndome más cerca. Me presionó contra la ventana fría, su cuerpo ardiente contra el mío.
Sabía que esto era un error. Que estaba cruzando una línea de la que no habría retorno.
Pero cuando sus labios se movieron hacia mi cuello, cuando sus manos recorrieron mi espalda, todo pensamiento racional desapareció.
—Dante —gemí su nombre.
Él se apartó bruscamente, como si lo hubiera quemado. Su respiración era errática, sus ojos salvajes.
—Esto no puede pasar —dijo, pasándose una mano por el cabello—. No debí...
—Pero pasó —interrumpí, aún temblando—. Y ambos sabíamos que pasaría.
—No lo entiendes, Helena. Si supieras...
—¿Qué? ¿Qué no entiendo?
Se dio la vuelta, apartando la mirada.
—Que cada palabra que te digo es una mentira. Que cada gesto de protección esconde un motivo oscuro. Que estoy aquí porque...
Su teléfono sonó, interrumpiéndolo. Lo ignoró, pero siguió sonando insistentemente.
Finalmente lo contestó.
—¿Qué? —ladró.
Observé cómo su expresión cambiaba de irritación a alarma.
—¿Cuándo? —preguntó bruscamente—. No, mantén la posición. Voy para allá.
Colgó y me miró con urgencia.
—Viste, ahora. Tenemos que irnos.
—¿Qué pasó?
—Tu padre. Ha habido un atentado en su oficina.
El mundo se detuvo.
—¿Está...?
—Vivo. Pero herido. Necesitamos llegar al hospital. Ahora.
Mientras corría escaleras arriba para cambiarme, una sola certeza resonaba en mi mente:
Quien quiera que estuviera detrás de esto, ya no solo me perseguía a mí.
Estaba cazando a toda mi familia.
Y el hombre en quien estaba empezando a confiar, el hombre que acababa de besar...
Podría ser exactamente quien nos estaba destruyendo.







