4

DANTE

El hospital olía a desinfectante y miedo. Helena caminaba a mi lado con paso rápido, su rostro una máscara de preocupación contenida. Cada pocos segundos, nuestros brazos se rozaban, y cada vez era como recibir una descarga eléctrica.

No debí besarla. Fue un error monumental. Pero cuando sus labios se encontraron con los míos, cuando su cuerpo se fundió contra el mío, todo mi entrenamiento, toda mi disciplina, se evaporó.

Ahora todo era más complicado.

—Habitación 304 —indicó una enfermera.

Ricardo Martínez estaba consciente, con vendajes en el brazo izquierdo y un corte profundo en la frente. Dos guardias flanqueaban la puerta. Me reconocieron y nos dejaron pasar.

—Papá —Helena corrió a su lado.

—Estoy bien, princesa —dijo él, su voz rasposa—. Solo algunos cortes y moretones.

—¿Qué pasó? —preguntó ella, tomando su mano.

Los ojos de Ricardo se posaron en mí. Había algo en su mirada, una evaluación fría y calculadora.

—Dejemos que tu guardaespaldas y yo hablemos a solas un momento.

Helena me miró, indecisa.

—Estará bien —le aseguré—. Espera afuera.

Cuando la puerta se cerró, Ricardo Martínez se incorporó ligeramente en la cama. El hombre herido desapareció, reemplazado por el tiburón empresarial que había destruido a mi familia.

—Sé quién eres —dijo directamente.

Mi sangre se congeló.

—Señor Martínez...

—Dante Salazar. Hijo de Roberto Salazar, dueño de Salazar Industries. La empresa que absorbí hace doce años cuando tu padre metió la pata con esas inversiones fraudulentas.

Mantuve mi expresión neutra, pero por dentro, mi mente trabajaba a toda velocidad calculando mis opciones.

—Tu investigación es impresionante.

—Lo es —sonrió sin humor—. La pregunta es: ¿quién te contrató? ¿Quién te paga para estar cerca de mi hija?

—Nadie —mentí con la práctica de años—. Cambié mi apellido hace tiempo. Necesitaba empezar de nuevo, sin el peso del nombre de mi padre.

—Mentiroso —escupió—. Pero eres bueno. Muy bueno. Por eso no te he expuesto todavía.

—¿Entonces por qué no lo hace?

Ricardo se recostó, estudiándome con esos ojos que habían negociado miles de contratos.

—Porque alguien intentó matarme hoy. Y ese alguien tiene información que solo un círculo muy reducido conoce. —Hizo una pausa significativa—. Mi hija confía en ti. Sea cual sea tu plan original, ahora necesito que la mantengas con vida.

—No tiene que pedírmelo. Es mi trabajo.

—No —corrigió—. Tu trabajo era infiltrarte, conseguir información, probablemente destruirla. Pero algo cambió, ¿verdad? La besaste esta noche. Los guardias del turno nocturno lo vieron en las cámaras.

Maldición. Las cámaras. Cómo pude ser tan descuidado.

—Señor Martínez...

—Escúchame bien, Salazar. No me importa tu venganza ni tus motivos. Pero si le haces daño a Helena, si la lastimas de cualquier forma, usaré todos mis recursos para destruirte. Y créeme, soy muy bueno destruyendo gente.

La amenaza flotó en el aire entre nosotros.

—Entendido.

—Bien. Ahora, hay algo que necesitas saber. —Bajó la voz—. El atentado de hoy no fue el primero. Alguien está eliminando sistemáticamente a todos los que estuvieron involucrados en el caso Salazar Industries.

Mi corazón se detuvo.

—¿Qué?

—Tres de mis socios de aquel entonces han muerto en los últimos seis meses. Accidentes, supuestamente. Pero yo sé reconocer un patrón cuando lo veo. —Sus ojos se clavaron en los míos—. Y tú también deberías.

—¿Está diciendo que alguien más busca venganza?

—Estoy diciendo que hay un jugador que ninguno de los dos conoce. Y ese jugador está jugando un juego más peligroso que el tuyo.

La puerta se abrió. Helena entró, luciendo preocupada.

—¿Todo bien?

—Todo perfecto, cariño —respondió su padre con una sonrisa que no alcanzó sus ojos—. Solo estaba agradeciendo a Dante por mantenerte a salvo.

Helena me miró, buscando confirmación. Asentí levemente.


De regreso a la mansión, Helena permaneció en silencio. La luz de la luna entraba por las ventanas del auto, iluminando su perfil perfecto.

—Mi padre te dijo algo —afirmó finalmente—. Algo importante.

—Solo estaba preocupado por tu seguridad.

—Mientes. —Se giró hacia mí—. Últimamente parece que todos me mienten.

Detuve el auto en el arcén de la carretera desierta. Necesitaba aire. Necesitaba pensar.

—¿Qué haces? —preguntó ella.

Salí del vehículo. El viento nocturno era frío contra mi piel. Helena me siguió.

—Dante, ¿qué pasa?

Me giré hacia ella. La luz de los faros la iluminaba desde atrás, creando un halo dorado alrededor de su silueta.

—Hay cosas que no sabes sobre mí. Cosas que si supieras...

—Entonces cuéntamelas —me interrumpió, acercándose—. Sé que escondes algo. Lo supe desde el principio. Pero también sé que cuando me besaste, no fue falso. —Su mano se posó en mi mejilla—. Cuéntame la verdad, Dante. Déjame decidir por mí misma.

Era mi oportunidad. Podía decirle todo: quién era, por qué estaba aquí, que había sido contratado para destruirla. Podía limpiar mi conciencia.

Pero si lo hacía, la perdería. Y la idea de perderla me resultaba insoportable.

—Mi padre murió hace doce años —comencé lentamente—. Perdió su empresa, su fortuna, su dignidad. Mi madre no pudo soportarlo. Se suicidó seis meses después. —Mi voz se quebró—. Yo tenía dieciséis años y quedé solo, sin dinero, sin familia, sin nada.

Las lágrimas brillaron en los ojos de Helena.

—Dante...

—Me uní al ejército para sobrevivir. Aprendí a matar, a infiltrarme, a mentir. Me convertí en lo que necesitaba ser para sobrevivir. —Tomé su rostro entre mis manos—. Y entonces alguien me contrató para vengarme del hombre que destruyó a mi familia. Para destruir a su hija. A ti.

Vi el shock en su rostro, el horror, la traición.

—No... —retrocedió.

—Espera —la sujeté del brazo—. Escúchame. Vine aquí para hacerte daño. Para enamorarte y luego destrozarte como tu padre destrozó a mi familia. Pero Helena... —mi voz se quebró—. No puedo. No puedo hacerte daño porque me enamoré de ti de verdad.

Ella me golpeó. Un puñetazo directo a mi mandíbula que me hizo tambaleár.

—¡Mentiroso! —gritó—. ¡Todo fue mentira! ¡Todo!

—No todo —insistí—. Mis sentimientos son reales. Este dolor es real.

—¿Dolor? —rio amargamente—. ¿Tú hablas de dolor? Viniste a mi vida con un plan, con una misión, ¡y te atreves a hablar de dolor!

—Tu padre destruyó a mi familia —le grité, perdiendo el control—. ¿Entiendes eso? Mi madre se desangró en una bañera porque no pudo soportar la vergüenza. Mi padre murió de un ataque al corazón tres meses después. ¡Quedé completamente solo!

Ella me miró con lágrimas corriendo por sus mejillas.

—Y pensaste que destruirme a mí arreglaría las cosas. Que hacerme sufrir traería de vuelta a tus padres.

—Pensé que me haría sentir mejor —admití—. Pero solo me hizo sentir peor.

El silencio entre nosotros era ensordecedor. Solo el viento nocturno rompía la quietud.

—Necesito que me lleves a casa —dijo finalmente, su voz vacía—. Y luego quiero que te vayas y no vuelvas nunca.

—Helena...

—Ahora, Dante.

El viaje de regreso fue en silencio. Cada kilómetro se sentía como un clavo en mi ataúd. Cuando llegamos a la mansión, ella salió del auto sin mirarme.

—Helena, por favor...

Se detuvo en la puerta.

—Mi padre destruyó a tu familia —dijo sin girarse—. Y ahora tú has destruido lo único que me quedaba: la capacidad de confiar en alguien.

Entró y cerró la puerta.

Me quedé allí, en el auto, con las manos apretando el volante hasta que mis nudillos se pusieron blancos.

Mi teléfono vibró. Un mensaje de mi contratante:

"Trabajo completado. Transferencia realizada. Nunca existimos."

Miré el mensaje con incomprensión. ¿Trabajo completado? Yo no había completado nada.

Entonces llegó un segundo mensaje. Un video adjunto.

Con manos temblorosas, lo abrí.

Era Helena. En su habitación. Llorando desconsoladamente en su cama.

Y una voz en off, distorsionada, que decía:

"Hermoso, ¿no? La rompiste perfectamente, Salazar. Ahora viene la mejor parte."

El video cortaba a otra escena: hombres armados entrando a la mansión Martínez.

El timestamp decía: "En vivo".

Mi sangre se congeló.

No fue una confesión redentora. Fue una distracción perfecta.

Mientras yo vaciaba mi corazón, alguien más se preparaba para el golpe final.

Y Helena estaba sola. Desprotegida. Vulnerable.

Porque yo, el único que podía protegerla, la había hecho creer que era su enemigo.

Arranqué el auto con un chirrido de llantas, marcando el número de emergencia de la mansión mientras aceleraba de regreso.

El teléfono sonó y sonó.

Nadie respondió.

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