Albert no recordaba haber estado tan cansado en su vida.
La suite del hotel en Londres, donde había tenido que instalarse por motivos de negocios, estaba envuelta en un silencio incómodo que contrastaba con el caos que lo rodeaba. Sobre la mesa del comedor había papeles, tablets encendidas con reportes financieros, portátiles con gráficos de caídas y mensajes sin responder.
Lo peor no era la bajada temporal en las acciones. Lo peor era la sensación de pérdida total de control.
Desde el momento en que salió del altar dejando a Helena frente al sacerdote, todo había sido una caída en espiral. Su padre lo había llamado “ingrato”, su madre había llorado durante tres días y, para coronarlo, Helena había desatado el infierno con una sonrisa de mármol en el rostro. El escándalo fue masivo, las redes sociales explotaron, y lo más indignante: culpaban a Emily.
Albert golpeó con el puño la mesa.
—¡Basta!
Tomó su celular y marcó. Al otro lado de la línea, su abogado contestó con tono cansado.
—¿