La habitación estaba iluminada solo por la luz tenue que se filtraba a través de las cortinas de terciopelo. El aire olía a champagne, piel caliente y algo indefinible… como expectativa suspendida.
Emily estaba allí, de pie junto a la cama del hotel, envuelta en un conjunto negro de encaje tan pequeño que no dejaba mucho a la imaginación.
Albert entró sin anunciarse.
Sus ojos la recorrieron con una intensidad que derritió el último vestigio de lógica en su cerebro. No dijo nada. No lo necesitaba.
Se acercó con pasos lentos, felinos. Sus dedos rozaron su mejilla, bajaron por su cuello y se detuvieron justo donde el encaje empezaba a cubrir lo que no debía ser cubierto.
Emily jadeó.
—Albert…
Él la besó.
No fue suave.
Fue salvaje, lleno de deseo contenido.
Una mezcla entre hambre y rendición. Sus labios la devoraron, y cuando ella respondió, fue como si el tiempo se detuviera en ese enredo de bocas, de lenguas, de respiraciones entrecortadas.
—oh si… —susurró Emily mientras él la tomaba