El despacho, que minutos antes había sido un escenario de tensión contenida, se convirtió en una caja de resonancia para el caos.
Beatriz, con la visión nublada y las extremidades pesándole como si estuvieran hechas de plomo fundido, se aferró al marco de la puerta. El veneno que Nicolás le había administrado —una dosis calculada en su copa de vino durante la "reconciliación" fingida— comenzaba a reclamar su sistema nervioso. Pero la adrenalina del odio era un antídoto temporal y poderoso.
—¡Traidor! —aulló, su voz desgarrando el silencio sepulcral de la mansión—. ¡Me vas a pagar! ¡A mí no me matas, maldito bastardo!
Se giró, tambaleándose, y se arrastró hacia el pasillo, buscando la barandilla de la gran escalera principal. Sus gritos no eran de miedo, sino de una furia primitiva. Quería que todos la escucharan. Quería que el mundo supiera quién era Nicolás Valente antes de morir.
Dentro del despacho, Nicolás maldijo en voz baja, un sonido gutural de pura frustración. Sintió que los