Todos en aquella habitación se quedaron en un silencio extremo. El aire era denso, casi irrespirable, como si de pronto se hubiese convertido en plomo. Las miradas cayeron de inmediato sobre ella. Bárbara sintió aquellas pupilas atravesándole la piel, diseccionando su alma, acusándola con un peso insoportable. Su respiración se volvió entrecortada, y lo único que logró hacer fue negar con la cabeza, una y otra vez, como una niña indefensa que trataba de escapar de un castigo injusto.
—¡Díganos dónde está el dinero!
El rugido del oficial retumbó en la sala. Sus palabras, cargadas de dureza, se estrellaron contra Bárbara como un martillo invisible.
—¡¿Acaso es estúpido?! ¡Es evidente que se trata de otra persona tendiéndome una trampa!
La voz de Bárbara se quebró en rabia. Sus puños golpearon con fuerza la mesa metálica, que devolvió un eco seco, como si la sala misma se burlara de ella. El oficial negó con la cabeza, implacable.
—¡De aquí no se va hasta que nos diga dónde está el diner