Un escalofrío recorrió la espalda de Luciana, confirmando sus peores temores. Sabía que esto no terminaría bien.
—Con esas trencitas y todavía atreviéndose a seducir hombres ajenos… ¡bien merecido lo tiene! —murmuró la señora Cruz, viendo cómo la patrulla entraba al recinto. Luego, giró hacia el conductor—. Vámonos.
La puerta del lugar se cerró justo cuando Luciana vio desaparecer a toda velocidad el BMW negro. Sintió como si una pesada piedra se le hundiera en el pecho.
Ya en la sala de interrogatorios, Luciana permaneció en absoluto silencio.
—Luciana —la voz del policía sonaba irritada—, no creas que por quedarte callada las cosas se solucionarán. Tienes serios problemas con tu identidad, ¿entiendes?
Claro que entendía.
Sabía perfectamente que sus palabras por sí solas no serían suficientes para probar su inocencia, al menos no por ahora. No podía darse el lujo de esperar.
Si callaba no era por rebeldía ni por desorientación. Era porque estaba decidiendo si tragarse su orgullo y acu