Luciana dudó un segundo.
—Eh… no mucho.
—¡Perfecto! —dijo Juana con urgencia—. Acompáñame de compras, porfa. ¿Dónde estás? Voy por ti.
—¿Ir de compras? —Luciana sintió la necesidad de negarse—. No, yo…
—¡Ay, no te vayas! —la interrumpió Juana—. ¡Ya te vi! Espérame un momento, ahí llego.
La llamada se cortó, y al cabo de unos instantes, un Ferrari rojo se detuvo a un lado de la acera. Juana bajó la ventanilla y sacudió la mano con alegría.
—¡Luciana, por aquí!
A Luciana no le quedó de otra más que acercarse.
—Señorita Díaz…
Juana se bajó del auto y, sin titubear, la tomó del brazo.
—Vámonos, ¡de compras!
Al notar que Luciana abría la boca para excusarse, Juana hizo un puchero:
—Por favor. Crecí fuera del país y en Muonio tengo muy pocas amistades. Me caes súper bien, así que dame chance, ¿sí?
Dicho así, Luciana no encontró cómo negarse.
—No soy muy experta en compras, la verdad.
Para ella, las cosas básicas —en comida, ropa o lo que fuera— bastaban con que fueran sencillas y cómodas.
—N