A la mañana siguiente, Luciana tenía programadas revisiones y tratamientos de recuperación posparto. Simón la acompañó hasta la clínica, pero prefirió quedarse afuera, considerando que eran revisiones “íntimas”.
Tumbada en la camilla, Luciana no podía ocultar su nerviosismo: su corazón latía con fuerza. Pasados unos minutos, alguien entró a la habitación.
Se trataba de una mujer joven, vestida igual que ella, con la misma bata de paciente.
—Señora Guzmán —la saludó con voz baja.
Luciana no veía, pero reconoció inmediatamente el timbre.
—¿Eres tú?
—Sí. El señor Enzo me envió.
Ayudó a Luciana a incorporarse y, mientras la guiaba hacia la puerta, murmuró en tono apresurado:
—La enfermera y tu guardaespaldas están distraídos por un momento. Podrás salir de aquí sin que se den cuenta. Alguien te estará esperando afuera. Yo me quedaré en tu lugar para ganar tiempo.
—De acuerdo.
En la puerta, tal como la desconocida había prometido, un hombre sujetó a Luciana del brazo.
—Señorita, soy uno de