—Eh… está bien —aceptó Juan, desconcertado, aunque no se atrevió a objetar. Si hasta Alejandro obedecía a Luciana, ¿qué podía hacer él?
Cuando aparcaron, Luciana cerró los ojos un instante y luego anunció:
—Suéltame, necesito bajar un segundo.
Alejandro se lo tomó a mal, aferrándose a ella como un pulpo, hundiendo el rostro en su cuello.
—Me siento fatal…
Luciana se llevó una mano a la frente, sintiendo un dolor de cabeza inminente. Notaba que la palidez de Alejandro había aumentado y hasta sudaba frío. Era obvio que no fingía.
—No voy a marcharme —le dijo con firmeza—. Solo quiero comprarte algo para el dolor y vuelvo enseguida.
—Que vaya Juan —protestó Alejandro.
—No serviría de nada —respondió Luciana, negando con la cabeza—. Él no sabe exactamente qué medicamento necesito.
Después de darle un vistazo para evaluar su estado, se dispuso a preguntarle:
—A ver, describe tu molestia. ¿Te duele con el estómago vacío o cuando ya has comido? ¿Es una punzada o una sensación de ardor?
—Cuand