Alejandro sostuvo el teléfono con fuerza, lanzando una mirada de reojo al balcón, donde Luciana y Pedro conversaban amenamente. Dudó un instante:
—Mónica, lo siento, no podré ir.
—¿Cómo? —El desconcierto de Mónica era evidente. Ella no imaginó que él podría negarse. Por lo general, con ella, Alejandro solía ser muy accesible, y más considerando todo lo que compartieron de jóvenes.
—Discúlpame —insistió él—. Pedro acaba de salir del hospital y todavía no se encuentra bien; Luciana también está bastante sensible, y no quiero dejarlos solos.
—Ah… —murmuró ella con un dejo de sarcasmo apenas disimulado. «¿Tanto tiempo necesita para “acompañarla”?» Luciana y Alejandro ya eran marido y mujer, vivían juntos, estaban todo el tiempo juntos. ¿Ni siquiera podía destinar un rato para ella?
Apretó el puño, disimulando con una sonrisa:
—Entiendo… es lógico, no te preocupes.
—Ese día mandaré a Sergio para representarme —añadió Alejandro—. No te angusties, con ese respaldo, nadie en el medio se atreve