Alejandro se repetía a sí mismo que debía mantener la calma.
Ignorando el hecho de haber estrellado el celular contra la pared, estaba logrando mantenerse frío.
Tomó su propio teléfono y llamó a Sergio.
—Soy yo —dijo con tono seco—. Investiga en la oficina de migración y averigua a dónde quiere ir Luciana.
—Entendido.
Colgó, sintiéndose más sereno.
Llamó a una enfermera y le pidió que recogiera los restos del teléfono destrozado.
—Sobre lo del celular —añadió—, no debes decirle nada a nadie.
Para reforzar su orden, añadió con indiferencia:
—Luego pediré que te transfieran algo de dinero.
La enfermera, encantada, sonrió ampliamente.
—No se preocupe, señor Guzmán, no diré ni una palabra.
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Después de un rato, Luciana volvió, empujando la silla de ruedas de Miguel.
Al ver a su nieto, el rostro del anciano perdió toda expresión alegre.
El abuelo seguía molesto, claramente culpándolo por haber dejado escapar a una nuera tan buena como Luciana.
Luciana, consciente de la tensión, decidió no e