Salvador no se atrevió a asentir de inmediato; miró a Laura, la mamá de Martina. Ella cruzó la mirada con su esposo y ambos asintieron al unísono. Al fin y al cabo, eran padres: siempre iban a ponerse del lado de su hija.
Entonces Salvador inclinó la cabeza.
—Por supuesto.
Le apretó la mano a Martina.
—Vamos. A casa.
—Ajá —respondió ella.
Cuando llegaron a la casa de los Hernández ya estaba por amanecer. Se arreglaron lo básico y se fueron a dormir.
Martina y Salvador se quedaron en el cuarto que había sido de ella. Él la abrazó.
—No tengas miedo. Aquí naciste y creciste. Fuiste la princesita de tus papás y de tu hermano. Poco a poco te va a volver la sensación de hogar.
—Te creo.
En la habitación contigua, a Laura se le escapó un suspiro.
—No sé si estuvo bien dejarlos dormir juntos.
—Mientras Martina esté contenta —la tranquilizó Carlos—. No le des tantas vueltas. ¿Crees que en este tiempo han dormido separados?
Laura se quedó callada un instante y volvió a suspirar.
—Y con lo de Mar