Hasta entonces, él por fin lo entendió: lo que Martina quería era simple, un amor entero.
Al atardecer, Martina despertó despacio. Salvador estaba guardando cosas y ella se incorporó para ayudar.
—¿Qué hago?
—Siéntate aquí —sonrió, dándole palmaditas al cojín a su lado—. Tú me miras… y con eso me das energía.
—Bueno —aceptó, feliz, con la barbilla apoyada en las manos—. ¡Ánimo, eres lo máximo!
Salvador le lanzó una mirada fingidamente severa, se inclinó y se ganó un beso.
—Carga completa —murmuró.
—¿Ya está todo?
—Sí —se dejó caer a su lado—. En realidad es poco: documentos y lo básico. Lo demás se queda a cargo del personal. En Ciudad Muonio hay de todo; además, mi mamá ya te preparó lo que necesitas.
—¿Tu… mamá? —Martina se tensó al instante.
—¿Y ese susto? —se rió él—. Te adora. No tuvo hijas y te consiente más que a mí.
—¿En serio?
Al imaginar una buena relación con su suegra, a Martina se le aflojaron los hombros y sonrió con los ojos.
—Era de esperarse. Soy un encanto.
—Jajaja…
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