Al día siguiente, la isla amaneció con lluvia.
Martina se levantó más tarde de lo usual y Salvador decidió juntar desayuno y comida en uno.
Habían preparado una olla de caldo de huesos al centro, sin picante; con el clima fresco caía perfecto. Había de todo para ir echando a la olla, y el fondo lo había hervido desde el día anterior. Salvador se encargó de cocinar; Martina, de comer. Y, por raro que había sido en esos días, le regresó el apetito.
—Qué rico está… ¿por qué será?
—Porque lo hice yo, supongo.
—Entonces debe ser por eso —sonrió. Le pasó un trozo de carne a su tazón—. Come tú también.
—Está bien.
Él, en cambio, casi no probó bocado. Cuando vio que ella ya estaba satisfecha, dejó los cubiertos.
—¿Quedaste llena?
—Llenísima —puso ambas manos sobre el vientre—. Mira, ¿no se me ve redondito?
Él le echó una ojeada al abdomen todavía plano y se contuvo la risa.
—Sí… se nota.
—¿Qué te pasa hoy? —Martina se acercó, le sostuvo la cara con las manos—. Estás raro. ¿Pasó algo?
—Ajá —asi