—Luci.
Alejandro se puso de pie de inmediato y la sujetó del brazo.
—¿Por qué me detienes? —ella se zafó—. ¿Tiene valor para hacerlo, pero no para hacerse cargo?
Luciana se soltó de Alejandro, clavó los ojos en Salvador y habló sin rodeos:
—¿De verdad crees que tratas tan bien a Martina? En el fondo no eres más que un egoísta. Con un puñado de dólares te sientes con derecho a hacer lo que se te da la gana.
Salvador se puso lívido. No encontró una sola palabra para rebatirle. Sí, era egoísta. Pero, en ese mundo, ¿quién no lo era?
—¿Y ese silencio? —se burló Luciana—. Claro: porque tengo razón y no sabes qué contestar. Hoy me llevo a Martina, cueste lo que cueste.
—No. Ni lo sueñes.
—Ya veremos quién sueña.
Quedaron frente a frente, tensos, sin ceder.
—Luci, Salvador, ustedes…
—¡Cállate!
—¡No hables!
Alejandro intentó calmar las aguas, pero lo callaron a la vez. Levantó las manos, resignado. Bien: se callaba.
—Lu… —arrancó ella por inercia, y frenó. No era Alejandro. Era Martina.
Martina