—De acuerdo.
A la mañana siguiente, después de desayunar, Salvador llevó a Martina a dar una vuelta. No tomaron el auto: cada quien salió en bicicleta, ligero y a gusto.
Apenas cruzaron la puerta, Martina se dio cuenta de que la isla no era lo que había imaginado. Pensó que sería un destino turístico, de esos que en temporada están a reventar; pero incluso a plena luz del día no se veía una marea de gente.
—¿Y aquí…?
—¿Te parece raro? —sonrió Salvador—. Esta isla no está desarrollada. Solo viven los locales… y alguno que otro con casa privada, como yo.
Por eso el lugar se sentía casi “desierto”. Martina sintió un latigazo de alerta: en una isla así, salir por su cuenta sería casi imposible. No dijo nada. Señaló la costa.
—Vamos hacia la playa, ¿sí?
—Vamos.
Ella pedaleó al frente y él la siguió. En la orilla, el arenal estaba lleno de pescadores. A esa hora ya habían regresado del mar; el tramo se veía animado.
—¿La gente de aquí no sale a tierra firme? —preguntó Martina.
—Sí salen —Sal