Después de comer, Martina subió a siesta y Salvador se fue al despacho a adelantar trabajo. Para que nadie diera con ellos, había apagado el celular; aun así dejó el wifi activo para correos y la línea fija disponible. Si surgía algo que no pudiera esperar, Manuel sabría cómo localizarlo.
Cuando terminó, volvió a la habitación. Martina ya estaba despierta, sentada sobre la cama, con la mirada perdida.
—¿En qué pensabas? —sonrió, sentándose a su lado para despeinarle con cariño el flequillo—. Anda, levántate. ¿Te peino? En un rato cae el sol… ¿quieres ver el atardecer?
Lo pensó, y él mismo se desdijo:
—Mejor mañana. Hoy ya saliste y no quiero que te canses. Aquí nos sobran atardeceres.
Martina siguió quieta, perezosa. Salvador fue por un cepillo y empezó a desenredarle el cabello con movimientos lentos, medidos, para no lastimarla.
—Quiero cortarme el pelo —soltó de pronto.
Él se quedó un segundo en pausa, sin preguntar por qué.
—Como tú quieras. Te ves bien con largo o con corto.
—No e