Entró al aeropuerto con la escolta de la patrulla de tránsito y logró pasar sin demoras. Aun así, ya era tarde.
—El vuelo a Vancouver acaba de despegar —le informó el personal de tierra.
¿Despegó? Alejandro sintió que iba a estallar: había corrido contra reloj y, aun así, no la alcanzó. Desde el mediodía todo se le había torcido. Siempre faltaba un paso. ¿Broma del destino?
“Lo que no da el cielo, lo pongo yo”, se dijo.
Poco después, Sergio López llegó manejando hasta el aeropuerto de Bahía Serena y lo recogió.
—Sergio —Alejandro no perdió tiempo—. Organiza ya un vuelo a Vancouver.
—Hecho, hermano.
Se recargó en el asiento, conectó el teléfono al power bank y, al encenderlo, vio el mensaje de Luci:
“Hablamos cuando aterrice en Vancouver.”
Era una frase simple, pero se le humedecieron los ojos. “Espérame, Luci. Voy a verte a Vancouver.”
Luciana no sabía nada de todo eso. Tras varias horas de vuelo, aterrizó sin contratiempos. Salió, pidió un taxi según las indicaciones de Balma Lozano y