Apenas colgó, Alejandro condujo rumbo a la estación del tren rápido. El tráfico estaba pesado y sentía el pecho arderle de pura ansiedad. Cuando por fin llegó, ni siquiera alcanzó a estacionar bien: saltó del auto y marcó a Luciana mientras corría.
—¡Luci, contesta…!
Estuvo a punto de cortar para volver a llamar cuando la línea por fin entró.
—¿Bueno? —era Luciana.
—¡Luci! —Alejandro dejó escapar el aire, desacompasado—. ¿Dónde estás? ¿Puedes salir un momento?
—¿Salir…? —ella titubeó—. Ya subí al tren.
El tren hacia Bahía Serena ya había arrancado.
—¿Ya partió? —se le heló la voz.
—Sí. ¿Estás en la estación? Suenas muy apurado. ¿Pasó algo? ¿No puedes decírmelo por teléfono?
Abrió la boca, pero se contuvo. “Hay cosas que necesito decirle mirándola a los ojos”, pensó.
—No es nada grave. Nos vemos en Bahía Serena. ¡Espérame!
Cortó. Luciana se quedó mirando el celular, confundida. “¿Qué trae?”, se preguntó. De cualquier modo, se acomodó en el asiento. Si dijo Bahía Serena, entonces allá lo