Apenas Luciana había rechazado el aventón cuando Alba salió por la reja de la escuela.
Al ver a papá y mamá juntos, la niña se sintió la criatura más rica del mundo: corrió, se colgó del cuello de Alejandro y luego llenó de besos a Luciana.
—Papá, mamá —dijo, tomando a cada uno de la mano—. ¿Vinieron los dos? ¡Vamos al carro!
Alejandro miró a Luciana.
—Súbete. Te acerco.
Alba ya entendía muchas cosas de grandes.
—Mamá, ¿a dónde vas? —parpadeó—. ¿No vas a ir con papá y conmigo?
—Albita… —a Luciana le pesó el pecho—. Hoy tengo una vuelta y no podré ir con ustedes.
—Oh… —Alba apretó la boquita, pero no soltó la mano—. ¿A dónde vas? Súbete con papá; papá te lleva.
Alejandro remató:
—Anda. Si no, Alba se queda intranquila.
A Luciana no le dio el corazón para negarse a su hija.
—Está bien. Gracias.
—De nada —él esbozó una sonrisa.
Alba se acomodó en su silla infantil y Luciana se sentó a su lado atrás. Alejandro los miró por el retrovisor; habría querido que esa escena fuera la regla y no la