En una recepción como la de esa noche, no había nada raro en que Salvador asistiera.
Marc se disculpó con el círculo que lo retenía y caminó hacia él. Al fin y al cabo, seguía siendo “el cuñado” a ojos de todos; si se cruzaban, lo correcto era saludar.
Marc no era un purista. Sabía que su brillo reciente venía, en parte, por su hermana. Y no le daba vergüenza: Martina y Salvador se habían casado por amor; la familia Hernández recibía beneficios de la familia política, pero nadie había “vendido” a su hija.
—Señor Morán…
No terminó. Se quedó congelado.
Había visto a una mujer prendida del brazo de Salvador. Iba ligera de ropa y, con disimulo o sin él, se le pegaba cada tanto. Marc frunció el ceño y se obligó a no perder la cabeza. Primero, se buscó una excusa para Salvador: en estos eventos, llevar acompañante podía ser parte del protocolo. Pero esa noche varios habían llegado con sus esposas o novias. Y, si iba a traer a alguien, ¿de verdad tenía que permitirle estar tan encima?
La muje