Alba miraba a su papá y luego a su mamá.
Al entender que su mamá era más “autorizada” que su papá, tomó obediente su cubierto de niña y se comió, sin protestar, la porción diaria de verduras.
Después de la cena, Luciana se había dispuesto a irse.
Alba se le colgó del cuello.
—¿A dónde vas, mamá?
Luciana cruzó una mirada con Alejandro.
Alba aún era pequeña; a esa edad, aunque se le explicara, quizá no iba a entender. Querían que, con el tiempo, ella asimilara y comprendiera la relación de sus padres. Si, llegado el momento, preguntaba, estarían listos para explicarle. Decírselo de golpe podía confundirla.
Luciana le acarició el cabello.
—¿Se te olvidó? Tu tía Marti está sola en casa. Voy a acompañarla.
—… Ah, verdad.
Aun así, le costaba soltarla.
—Tranquila —la arrulló Luciana—. Aquí te queda papá. ¿No te encanta estar con papá?
—Sí… me encanta.
Apenas lo nombró, el ánimo de Alba se levantó. Saludó con la manita:
—Entonces ve con mi tía. Chao, mamá.
—Qué linda. Chao, mi amor.
Alejandro