En ese entonces, si él aún quería ver a Alba, Luciana no se lo habría impedido. Y si no le resultaba posible, también lo habría entendido.
Después de casi una hora de juegos, padre e hija se habían ido a bañar. Cuando salieron, llevaban puestas unas pijamas a juego que Alejandro había preparado. La niña, acurrucada en su abrazo, parecía un “Alejandro en miniatura”.
Cada día se parecían más.
Si Luciana recién hubiera regresado de Frankbram con la niña y se hubiera plantado frente a Alejandro, ni falta le habría hecho una prueba de ADN: la habría reconocido al instante.
En la cena estaban solo ellos tres. Pero con Alba en la mesa no había silencio posible: hablaba como quinientos patitos. Era pequeña, pero comía con ganas; lo suyo era la carne. Amy le había asado un corte de res y, con unas tijeritas, se lo había cortado en bocados para que no se atragantara. Alejandro, por supuesto, la atendía.
No tardó en surgir un detalle.
—Alba, ¿y las verduras que te sirvió mamá?
Luciana miró el pla