Alejandro se había reído con el tonito de “pequeña adulta” de su hija, y aun así se le había ablandado el corazón.
—Ven acá —le besó la mejilla—. Papá tardó mucho en venir a verte. ¿Te enojaste conmigo?
—No me enojo —Alba negó con su cabecita—. Mamá dijo que papá estaba trabajando y que eso es importante. También dijo que, cuando tuvieras tiempo, ibas a venir a verme.
Lo abrazó con fuerza.
—Terminaste tu trabajo… y viniste por mí.
Así que Luciana se lo había explicado así. Alejandro miró a Luciana y le sonrió, agradecido.
—Bueno —dijo ella, restándole importancia con la mano—. ¿Seguimos parados aquí? ¿Nos vamos o no?
—¡Vámonos! —Alba agitó sus bracitos—. ¡Papá, vamos!
—Hecho.
Alejandro la llevó hacia el auto. En los niños el tiempo corría distinto: un par de semanas y Alba ya estaba cambiada. Había estirado en altura, pesaba más al cargarla, y los rasgos se le abrían: ojos grandes, nariz más marcada.
Se parecía cada vez más a él.
Antes había sido torpe —o quizá incrédulo—: cuando le de