Fernando encendió el equipo de sonido. Empezó a sonar un vals.
Se acercó con la palma hacia arriba y le tendió el brazo.
—¿Puedo?
¿La estaba invitando a bailar?
—¿No que estabas lleno? —bromeó Fernando—. Mejor: así hacemos digestión.
—Ajá. ¿Por qué no? —Luciana asintió.
Un tironcito suave y ella se puso de pie. La condujo a la sala.
Habían sido compañeros muchos años. Su primer vals lo bailaron en el auditorio de la escuela, en aquella fiesta de fin de año. Todo sencillo, casi austero; a esa edad, nada de eso pesaba. Ahora, al recordarlo, lo único que quedaba era la emoción irrepetible de la espera y la alegría.
Las flores volvían a abrir; la juventud, no.
Hacía años que no bailaban, pero al compás la coordinación volvió sola. Con Fernando guiándola, Luciana avanzaba, giraba en su lugar, deslizaba los pasos. De a poco, recuperó el pulso de entonces, cada vez más suelta.
La calefacción estaba alta. Al terminar la pieza, Luciana negó con una sonrisa.
—Ahora sí que hice digestión. Hasta