Luciana se recostó en el sofá, escuchando el movimiento en la cocina. No pudo con la curiosidad y, en puntitas, se asomó.
—¿Necesitas que te ayude?
—No —Fernando señaló la isla—. La empleada por horas dejó lo básico adelantado. Y lo que falta… no es precisamente tu fuerte.
Luciana frunció la boca, sin replicar.
—Ve y descansa. Tú solo espera a comer.
—Está bien.
Como de verdad no había nada en lo que pudiera meterse, se resignó a ser “jefa de manos libres”.
—Gracias por el esfuerzo.
—Mi mejor paga es que repitas —dijo él desde la estufa—. Come con ganas y listo.
—¿Y crees que voy a hacerme la difícil?
Él siguió trajinando en la cocina; ella, junto al hornillo, al calorcito. El silencio tenía sabor a paz. Las botanas asadas encima olían rico, pero se contuvo: no quería arruinar el hambre para la cena.
—Luci.
Cuando Fernando la llamó, Luciana apagó la tele.
—¡A comer!
—¡Voy!
En el comedor, la mesa no estaba repleta: lo justo para dos, calculado a su medida. No era totalmente casero a la