En realidad todavía no habían firmado por el civil ni celebrado la boda, pero últimamente Fernando la llamaba “mi esposa”. Siguiendo la costumbre, su matrimonio era un hecho; llamarla así no desentonaba.
El auto tomó camino y, al rato, a Luciana le nació la duda: ese no era sino el rumbo a la villa de Playa Plata. Que él la llevara allá no era extraño; llevarla en vestido de novia y con tanto misterio, sí.
Al final, el coche entró en Playa Plata. Fernando estacionó, rodeó el auto y la ayudó a bajar.
—Llegamos, mi esposa… despacio.
Esta vez no estaba la asistente para apoyar; Luciana también tuvo que sostener la falda. Entre los dos, cargaron con el vestido hasta el recibidor.
En la sala ya estaban las luces encendidas. La casa se veía renovada; más cálida que antes.
Fernando soltó el tul, abrió los brazos.
—¿Qué tal? ¿Cambio total? ¿Te gusta?
Luciana recorrió el espacio con la mirada y sonrió, asintiendo.
—Mucho.
—Mira aquí… —señaló el sofá grande—. Es nuevo. La alfombra también. Puedo