Desde ese día, Vicente se volvió un visitante habitual en la villa Herrera. No llegaba a ir diario, pero su frecuencia superaba con creces el típico “cada tanto”.
Nunca venía con las manos vacías.
Comida, mínimo.
Además, siempre traía algún detallito para Martina.
Ella lo aceptaba todo sin reparos. Antes, siempre se habían tratado así: cada vez que Vicente viajaba, le traía algo, caro o sencillo, daba igual. Ahora solo estaban volviendo a esa dinámica. A Martina no le parecía raro.
Sobre todo porque ella ya le había confesado lo que sentía y, después de todo lo que pasó, lo tenía clarísimo: para Vicente, ella era una gran amiga. Por eso, Martina no se hacía otras ideas.
Decían que quien estaba dentro no veía y quien miraba desde fuera, sí.
Luciana era esa mirada externa.
Ese día, Vicente llegó con Fernando. Después de cenar, Vicente subió a acompañar a Martina; Luciana y Fernando se quedaron platicando abajo.
Unos días antes, Fernando había conseguido un hornillo de barro. En ese momen