—¿Y me lo preguntas? —Luciana se rio—. Anda, sube; Marti está que se muere de aburrimiento. Ve tú primero, yo termino de calentar el caldo.
—Bien.
Vicente subió.
Apenas empujó la puerta, oyó el suspiro de Martina.
—¡Por fin subiste! ¡Me muero del aburrimiento!
En estos días, Luciana le había confiscado el celular y le medía los minutos de televisión: “te hace mal a los ojos”, decía. Salvo dormir, Martina solo podía quedarse mirando al techo. ¿Cómo no aburrirse?
—Marti.
Vicente arrimó una silla a la cama y se sentó a su lado. Al verla un poquito más llenita, se le aflojó el pecho.
—Luci sí que sabe cuidarte.
—¿Vicente? —ella también se sorprendió, igual que Luciana abajo; luego le lanzó una mirada pícara—. Uy, el señor Mayo, el más ocupado del mundo… ¿cómo encontraste tiempo para verme?
—Ja… —él sonrió—. Es mi culpa. Pensé que, como ya estabas casada, lo mejor era mantener las distancias.
Más tarde, cuando entendió lo que sentía, llevó esa prudencia al extremo: temía no poder ocultarlo