En la oscuridad, Martina abrió los ojos de golpe.
—Salvador, ¿qué haces? —intentó zafarse—. ¿Puedes, por lo menos, respetarme?
Lo había dejado quedarse por pura necesidad. ¿Sus palabras le entraron por un oído y le salieron por el otro? ¿Iba a negar lo que había hecho?
—Marti. —Él no la soltó; al contrario, la apretó más—. Déjame abrazarte… solo un rato.
Sabía que estaba ahí gracias a la buena voluntad de su suegra. Después de esta noche, quién sabía. Martina había dicho que no quería seguir. Solo pensarlo le dolía hasta ahogarlo. El brazo de Salvador se cerró, lento, alrededor de ella.
—No quiero separarme de ti —susurró—. No quiero.
—Ay… —Martina dejó escapar un suspiro apenas audible—. Salvador, no puedes vivir en dos frentes a la vez. No se puede tenerlo todo: dos amores, dos casas.
El hombre que la sujetaba se estremeció. No dijo nada más. Solo se negó a soltarla.
***
Al amanecer, Salvador ya estaba de pie.
Martina estaba despierta, pero no se movió ni abrió los ojos. Él se vistió