—Bastante bien —dijo Julia—. La señora come con ganas, como siempre.
—Entendido.
A Salvador se le aflojó el pecho. Bien. Temía que, por llevarle la contraria, Martina hasta dejara de comer.
Eso era algo que admiraba de ella: por más diferencias o roces que tuvieran, nunca mezclaba las cosas ni hacía berrinches gratuitos. Era razonable. Lástima que, en lo esencial, sus razones nunca terminaran de encontrarse.
Cruzó al jardín trasero.
El sol caía tibio, nada agresivo; calentaba la piel como una manta liviana. Salvador barrió el césped con la mirada. ¿Dónde estaba Martina?
Entonces la vio: una mancha larga, fina y roja entre el pasto. Su Martina.
Llevaba un vestido de casimir rojo, tendida boca arriba sobre el césped, el rostro cubierto con un sombrero pescador de pelo sintético. A un lado, el teléfono sonaba con una de sus listas guardadas. Se la veía… tranquila. Demasiado tranquila.
—Martina.
Salvador se inclinó, le quitó el sombrero de la cara y, de un solo movimiento, la alzó por la c