—Salva.
Salvador se volvió. Estella lo miraba con una sonrisa luminosa.
—Gracias —dijo con sinceridad—. De verdad, muchísimas gracias.
Sin él, no habría logrado un divorcio tan limpio ni una repartición tan justa.
—No hay de qué —Salvador negó con la cabeza—. Fue lo mínimo.
La sostuvo con la mirada y, con voz grave, añadió:
—Ya estás libre de un matrimonio sin salida. Es momento de empezar tu vida de nuevo. Estella, vívela bien.
Estella parpadeó. ¿Por qué esas palabras le sonaron a despedida? Fingió no notarlo y sonrió.
—Hoy estoy feliz. Déjame invitarte a comer. Me ayudaste demasiado y quiero agradecerte como se debe.
—No…
—Sí —se le adelantó—. Para que veas mi sinceridad, yo cocino. Ven a mi casa.
Salvador, sin embargo, volvió a negarse. Tenía la cabeza en otra parte: en Martina. Con banquete o sin él, no tenía hambre.
—Mi esposa no anda bien de salud. Otro día.
¿“Mi esposa”…? La sonrisa de Estella se le quedó congelada. ¿Se estaba recordando a sí mismo —o recordándole a ella— cuál e