Salvador se quedó helado. Más que el contenido, lo que lo golpeó fue la calma con la que Martina lo decía; le daba la sensación de que a ella no le importaba su asunto con Estella.
Soltó una risa seca.
—¿Y ahora vas a decirme que quieres divorciarte?
—No…
—¿No qué? —Salvador se puso tenso—. Te casaste a regañadientes y, desde entonces, me lanzas mil señales de que lo nuestro no va a durar. Martina, así no se vive. En un matrimonio no puede haber uno que esté cantando derrota todo el tiempo.
Sí. Ella entendía ese principio. Pero su matrimonio había nacido torcido.
—No estoy “cantando derrota” —negó con suavidad—. Te estoy recordando lo que hay y dándome un colchón mental. Mejor hablemos sin pelear. Desde el principio te casaste conmigo porque me parezco a ella; eso es un hecho. Y ahora, si ella se divorcia… este “reemplazo” probablemente tenga que regresar a su lugar.
—¡Marti! —él la cortó, dolido.
La rodeó y la apretó contra su pecho.
—No te lastimes así. Tu lugar está aquí. Eres mi es