El loco cayó a un lado y de inmediato varios hombres se le fueron encima para reducirlo. No solo había llegado Juan Muriel: también irrumpieron los hombres de Enzo Hernández.
—¡Jefe! —Juan se agachó y levantó a Alejandro; al verlo así, aquel grandulón no pudo evitar que se le humedecieran los ojos—. ¡Maldito animal, Domingo Guzmán!
—¡Luci! —Enzo llegó un paso después y alzó a su hija en brazos. Al padre se le desbordaron las lágrimas. ¿Qué desgraciado había dejado a su niña en ese estado?
Clavó la mirada en el demente, con los ojos encendidos.
—¡Denle! ¡Háganlo pedazos!
—Sí, señor.
Los guardaespaldas cerraron un círculo; los alaridos de dolor estallaron de inmediato.
Enzo cargó a Luciana como si fuera de cristal.
—Perdóname… papá llegó tarde.
Luciana se apoyó en su pecho. Entre el agotamiento de esos días, la comisura rota y la mejilla hinchada, ya casi no podía hablar. Aun así, le aferró el antebrazo y lo miró, suplicante.
—¿Alejandro? —Enzo entendió—. Tranquila. Los llevo a casa. Se