Apretó los dientes y soltó, casi en un gruñido:
—Ya estamos metidos hasta el fondo… que sea lo que tenga que ser. Hoy, si vivimos, vivimos juntos; si nos toca morir… morimos juntos. ¡Ah…!
Detrás, el hombre volvió a acortarles distancia.
No era más que un demente. Podía alcanzarla cuando quisiera: era hombre, fornido, con ese cuerpo robusto de europeo, y Luciana cargaba a Alejandro a la espalda. Pero él se deleitaba con la persecución, saboreando el miedo.
—¡Corran, ja, ja…! —se carcajeó—. ¡Pacientes desobedientes! ¡Vengan con el doctor para su inyección…!
—¡Uh!
Al fin, el cuerpo de Luciana dijo basta; la rodilla se le dobló y cayó de bruces.
—¡Ale!
Su primer reflejo fue girarse para amortiguar la caída de Alejandro; con manos torpes y urgidas lo envolvió y lo protegió con su propio cuerpo. Con él así de herido, otro golpe podía ser fatal.
—Estás bien… estás bien… —murmuró, con la cara crispada por el dolor, pero sin soltar un quejido.
Apenas consiguió sentarlo, el loco llegó alzando la