—¡Luci, no tengas miedo!
Alejandro le apretó la mano y la cubrió con su cuerpo, zigzagueando entre autos y muros.
—¡Ah!
El estallido más cercano le rozó el oído.
—¡Ale!
Luciana alcanzó a ver cómo el tiro peinaba el hombro de él. Lo sujetó de golpe.
—¿Estás bien?
—Nada —negó con una mueca—. No me pegó.
—Oh…
—¡Ah…! —de pronto Alejandro se tensó—. ¡Juan!
La abrazó, retrocedió dos pasos y, de un tirón, empujó a Juan a un lado.
—¡Ugh!
Luciana sintió, pegada a su pecho, el sacudón en el cuerpo de Alejandro. Esta vez no alcanzó a esquivar.
—¡Ale!
—¡Jefe! —gritó Juan.
—Tranquilos —sonrió forzado—. No es mortal.
No tenían un segundo que perder. Alejandro miró a Juan y ordenó:
—¡Cárgala! ¡Nos vamos!
—¡Sí! —Juan no discutió; sacó a Luciana de los brazos de Alejandro—. Con permiso, Luci. Te llevo para correr más rápido.
—¡Vamos!
En un parpadeo ya iba a la espalda de Juan y se metieron en la primera callejuela. El barrio era un laberinto de casas apretadas y pasajes angostos: por eso lo habían eleg