—Sí.
Luciana asintió sin una pizca de duda. No era por la situación: ella sabía que Alejandro jamás cruzaría un límite. Además, la que había irrumpido en su escondite era ella; lógico que la cama debía ser para él.
—Si quieres, duermo en el piso —propuso.
Alejandro la miró fijo. ¿Hablaba en serio? Si aceptaba, ¿qué clase de hombre sería?
—Está bien —arrojó la cobija sobre el colchón—. Dormimos los dos en la cama.
Se repartieron la superficie a mitades, cada quien con su propia frazada, dejando un espacio neutral al centro donde todavía cabría otra persona. A Luciana la venció un sueño extraño y pesado: toda la preocupación acumulada esos días la arrastró rápido a la orilla. Cayó rendida.
De espaldas a ella, Alejandro murmuró bajito:
—Luci… ¿Alba está bien?
No hubo respuesta.
—¿Luci?
Se volteó intrigado. Ella ya estaba completamente dormida, boca arriba, las manos junto a la cabeza.
¿Tan rápido? Se le escapó una sonrisa.
No sabía que ése era, por fin, el primer buen sueño de Luciana en