Eso lo había dicho Luciana.
Cuando recién se mudó a la villa Trébol, cada vez que comían no podía evitar soltar la broma: “comida gringa sin chiste”. Y él, claro, se lo guardó bien.
Se levantó.
—A ver qué hay por acá.
Fue a la cocina. En el barrio vivían muchos latinos, pero la despensa de ese depa estaba bien a la gringa: un trozo de res y, de verduras, solo papas, jitomate, cebolla, chile serrano y huevos.
—Pongo arroz rojo; hago papas a la mexicana —con cebolla y serrano—, huevos entomatados y un bistec a la plancha con limón. ¿Te late?
Solo de oírlo, Luciana tragó saliva; Juan la miraba con ojos de cachorro.
—¿Luci? Di que sí.
—Sí —sonrió, apretando los labios—. Suena buenazo.
—¿“Suena”? —Alejandro chasqueó la lengua—. ¿O sea que nunca lo has probado?
—Sí he probado —se rió—.
Se incorporó, nadando en su sudadera enorme—. Te ayudo de pinche.
—No. —Alejandro le cortó el paso—. Recién saliste del río, estás débil. Y con tu “técnica” pelando papas, dejas la mitad en la cáscara. Ve a se