Luciana no dudó: no se había equivocado.
Sin pensar en nada más, se lanzó a correr. Si lo perdía ahora, ¿quién sabía si no sería para toda la vida?
—¿Qué pasa? —Enzo notó que algo andaba mal: Luci corría hacia el río Don—. ¡Rápido, detengan a la señorita Luciana!
Si caía al río, con ese frío y esa oscuridad, sacarla sería un infierno.
—¡Sí, señor!
—¡Señorita!
Todos subestimaron lo que un cuerpo puede hacer en un momento límite… y lo que puede la pura decisión de avanzar.
En la cabeza de Luciana no quedaba nada: solo correr. Tomó impulso y se zambulló en el río Don.
El vértigo le vació la mente; cuando quiso pensar, ya estaba bajo el agua.
—¡Luci!
—¡Señorita!
—¿Qué esperan? ¡Al agua!
En realidad, los guardaespaldas ya se habían tirado. En segundos, el río se llenó de chapuzones: uno tras otro, de todas las estaturas, de todos los tonos de piel y cabello.
—¡Inútiles! —Enzo llegó un paso después, la cara dura como piedra. Sin contenerse, le cruzó una bofetada a la guardaespaldas—. ¿Ni a u